La Santísima Eucaristía es la Presencia real de Nuestro Señor Jesucristo en la Hostia con su Cuerpo, su Alma y su Divinidad.
Ahora bien es gracias al Santo Sacrificio de la Misa, por el Sacerdote, que Nuestro Señor se da a nosotros. La participación al Sacrificio Eucarístico es un verdadero encuentro con el Cristo Resucitado.
No solamente nos regocija por la Presencia Real del Señor, pero también nos da la posibilidad de unirnos íntimamente con Él en la Comunión.
Santa Misa nos hace presente el Sacrificio Redentor que es una fuente de reconciliación y paz. Alimenta las almas con una fuerza divina, a fin de que la caridad triunfe de todos los obstáculos.
Así, Jesús Hostia es el corazón de nuestra Comunidad y somos, de una manera particular dedicados a la adoración de la Presencia Real del Señor.
Al asistir a Misa, los frailes y las monjas Siervos y Siervas de Nuestra Señora se entregan completamente sin reservas a Jesucristo, es decir, con un amor total y verdadero y no existiendo ningún otro sentimiento en sus almas que pueda acercárselo.
Y sabemos que la Hostia de nuestra Comunión no es un "objeto", no es una reliquia, o un recuerdo. Es, más bien, una Persona, un Ser viviente, es Jesucristo, segunda Persona de la Adorable Trinidad, verdadero Dios y verdadero hombre.
La genuflexión se practica tradicionalmente en nuestra Congregación, como signo de la adoración debida a la Sagrada Eucaristía, y también mantenemos la tradición de recibir la Sagrada Eucaristía directamente sobre la lengua.
Por cierto, el Obispo San Basilio el Grande (330-379), uno de los importantes Padres de la Iglesia de Oriente, define claramente que llevar la hostia uno mismo en la boca sólo es permitido en tiempos de persecución, o cuando no hay un sacerdote o diácono disponible para los monjes del desierto. San Basilio piensa que es inconcebible recibir la comunión en la mano cuando no hay circunstancia alguna que lo justifique, y no se olvidó de confesar que prevalecerse de esto representa una culpa grave.
Indudablemente, en ciertos sitios en que se perpetuó este hábito, se lo usó hasta el exceso, contrariamente a la costumbre de los Apóstoles. Para encarar tal exceso y ponerle fin, hubo necesidad de que se tomaran medidas disciplinarias en varios sectores.
En consecuencia, el Concilio de Rouen estipuló en el año 650: "No se debe entregar la Eucaristía en las manos de un laico, sea éste hombre o mujer, sino solamente en la boca."
El 19no Concilio Ecuménico de Trento (1545-1563) declaró que la costumbre por la cual sólo el sacerdote puede darse comunión a sí mismo, con sus propias manos, se retrotrae a una tradición Apostólica.
Durante las ceremonias, tenemos procesiones Eucarísticas cuando el sacerdote lleva la custodia que contiene la Presencia Real, mientras que los fieles entonan cánticos de adoración caminando delante de la procesión. A la Misa Mayor le sigue la bendición del Santísimo Sacramento, en la cual el Sacerdote sostiene la custodia y bendice a los fieles arrodillados e inclinados ante la misma. Todos recitan invocaciones de adoración y reparación.
En una palabra, la Sagrada Eucaristía es la maravilla del amor de Dios por la humanidad. El Señor derramó en ella todas las riquezas de su Corazón Sagrado y Misericordioso, y no hay nada más admirable que la institución de este augusto Misterio, donde es su voluntad residir, hallándose así presente en el mundo hasta el fin de los tiempos.
Pero si Nuestro Señor Jesucristo se llena de dicha cuando está entre los hijos de los hombres, la Santa Iglesia, por su parte, encuentra su gloria en la posesión de este adorable Sacramento; y cuenta entre sus responsabilidades rendirle a la Sagrada Eucaristía el culto supremo de latria, que a la Misma es debido.
La Iglesia regula este culto, determinando sus ritos y ceremonias, que deben ser observados en todas las circunstancias. La Santa Iglesia ofreció un cuidado maternal infinito al impartirles a los fieles el respeto y veneración por los Sagrados Misterios. Por ello constantemente dice a todos sus hijos cuando se acercan al santuario donde descansa el Hijo de Dios, que, "deben aparecer ante el mismo temblando, que este lugar es terrible, que es realmente la casa de Dios y el portal del Cielo."
Fieles a este espíritu de la Santa Iglesia, nos presentamos ante la Sagrada Eucaristía sólo sintiendo una gran fe y un profundo respeto, dado que Nuestro Señor Jesucristo desea condescender con nosotros, al punto de convertirse en compañero de nuestro exilio. No olvidemos nada para demostrarle nuestra gratitud y nuestro amor sin reservas, ofreciéndole esplendor en su culto, majestad y dignidad en su servicio, manteniendo la limpieza de todos los objetos que se utilizan en el altar y siguiendo fielmente las reglas de la liturgia, tal como lo practica nuestro Fundador.